Qué dulzura. Una intoxicación a muerte. El chocolate es una droga. Como la música.
Death By Chocolate hace honor a su nombre. Es dulce, dulcísimo, pegadizo, colorido. Una fiesta. Pura buena onda. Death By Chocolate, si estás perdido, es un grupo británico liderado por Angela Faye Tillet, una chica que vive en un universo paralelo, o en otro tiempo, en el que se puede dar la vuelta al mundo en un Bentley Corniche, desayunar con leche y chocolate, tener un guardarropa Mary Quant para cada día de la vida y cualquier problema es resuelto por John Steed y Emma Peel, los Vengadores. Tras ella, seguramente en trajes entallados de colores brillantes o camisas paisley de brillo obsceno, tres desquiciados llamados Jeremy Butler, John Austin y Matty Green tocan instrumentos viejos, instrumentos de juguete y guitarras con pedales wah-wah (estrictamente Vox.)
Angie Tillet (Canterbury, Kent, 1981), además, está obsesionada con la Ole Britannia de mediados de los 60. Pero no con el Sargento Pimienta. Sino con Dudley Moore y Peter Cook, los autos Bentley, los botines Chelsea, El Prisionero, las novelas de Leslie Charteris, la psicodelia de chicle bomba (mira a Emily jugar) y el Ready Steady Go. Desde su proyecto anterior a DBC, Lollipop Train, ya nos había bombardeado con una música tan dulce, tan poco mala leche, como el terrón de azúcar para el té de las 5. Y, claro, con referencias a las cosas que le gustan –las cosas que le importan, mejor dicho– como series añejas de fido (Los Vengadores), sus películas favoritas (Midnight Cowboy) y la música con la que creció (hay una notable versión de Lollipop Train a The Porpoise Song de la etapa más desquiciada de los Monkees o su exclamación en Teenage Trifle, “Country & Western… ugggh!”.) Todo esto, claro, con un sonido bubblegum no apto para garruletes de fin de semana: órganos, guitarras vintage, teclados de juguete, xilófonos, panderetas, en un embrollo casi infantil con una voz muy twee que a veces canta y, las más, recita con la convicción del niño callado de la clase que tiene la oportunidad de su vida de patear el trasero del bully de turno.
Pero la mente maestra detrás de DBC es el productor Mike Alway, quien seguramente tiene su propia religión entre fanáticos del bubblegum y del twee, fundador en los 80 de, nada más, Cherry Red Records, Blanco y Negro y de El Records, todos sellos de culto entre los entendidos de la música feliz, pero sardónica. Su filosofía, reemplazar el dinero con imaginación. Esto es The Real Indie, ingenuos.
Las primeras demos de DBC aparecieron en una recopilación, Songs for the Jet Set, Vol. 3, de Siesta Records. Un éxito. El primer disco, homónimo, salió en 2001. Más que una colección de canciones, es una de viñetas de imaginación desbordada: aquí un pequeño poema, así que callad sus guitarras, chicos, dejad oir; acá un jazz instrumental que bien podría ser el soundtrack de una escena de Bedazzled. Hay sensacionales versiones como esa a Magpie, tema principal de una serie infantil de ITV o la completa re-hechura de My Friend Jack, ese clásico subterráneo de los geniales The Smoke; también está allí el homenaje a Cooke & Moore, L.S. Bumble Bee, un clásico de la comedia británica y If You Want To Sing Out, el himno que el Cat Stevens pre-Islam escribió para Harold and Maude (1971), esa gran película de culto de Hal Ashby.
Ahí está, también, el surrealismo a lo Dalí, el misterio de una película de agentes y el vértigo de una caper movie. Ahí están la Novicia Voladora y los poemas infantiles, la puerta abierta a la tierra del chocolate de Willy Wonka, pero también la tableta de ácido con figuras caleidoscópicas y una perversa mezcla de lo perturbador de los malos viajes de Lewis Carroll y la pop aesthetics de Alex y sus drugos.
El segundo LP, Zap The World, de 2002, es una secuela desinhibida e igual de dulce. La canción titular es una versión del tema de la villanita de la serie infantil H. R. Pufnstuf; los recitales de poesía absurda continúan, lo mismo que los homenajes a Lo Que Hace Que Todo Valga La Pena, como las bebidas de viernes por la noche (Bibi Gin, si no, nada), el cereal de la mañana de sábado (tiene que ser Cinnamon Grahams), los pedales Vox (¡hacen que tu guitarra suena como cítara!) Pura vida. Ahí está de nuevo John Steed con su bowling hat salvando el día, los patrones op art de Bridget Riley, la fascinación sixties por Todo Lo Hindú y, claro, canciones nostálgicas del Swinging London, incluida una versión de While I’m Still Young, de la cinta Smashing Time (1967) con Rita Tunshingham y Lynn Redgrave, un chick flick esencial. Ahí están los ecos de The Electric Prunes, del bossanova de lounge, del jazz sofisticado de fiesta de coctel, puro color. La cosa es francamente quite quite fantastic, más si se acompaña con un Martini, un frasco lleno de lunetas de chocolate, una buena alfombra, un buen equipo de sonido (hi-fi aficionados) y, de ser posible, buena compañía.
Hasta hoy, DBC sólo tiene esas dos placas. Son suficientes. Consíguete el plato de plástico, ponlo en la tornamesa y gíralo. A splendid time is guaranteed for all.
Death By Chocolate hace honor a su nombre. Es dulce, dulcísimo, pegadizo, colorido. Una fiesta. Pura buena onda. Death By Chocolate, si estás perdido, es un grupo británico liderado por Angela Faye Tillet, una chica que vive en un universo paralelo, o en otro tiempo, en el que se puede dar la vuelta al mundo en un Bentley Corniche, desayunar con leche y chocolate, tener un guardarropa Mary Quant para cada día de la vida y cualquier problema es resuelto por John Steed y Emma Peel, los Vengadores. Tras ella, seguramente en trajes entallados de colores brillantes o camisas paisley de brillo obsceno, tres desquiciados llamados Jeremy Butler, John Austin y Matty Green tocan instrumentos viejos, instrumentos de juguete y guitarras con pedales wah-wah (estrictamente Vox.)
Angie Tillet (Canterbury, Kent, 1981), además, está obsesionada con la Ole Britannia de mediados de los 60. Pero no con el Sargento Pimienta. Sino con Dudley Moore y Peter Cook, los autos Bentley, los botines Chelsea, El Prisionero, las novelas de Leslie Charteris, la psicodelia de chicle bomba (mira a Emily jugar) y el Ready Steady Go. Desde su proyecto anterior a DBC, Lollipop Train, ya nos había bombardeado con una música tan dulce, tan poco mala leche, como el terrón de azúcar para el té de las 5. Y, claro, con referencias a las cosas que le gustan –las cosas que le importan, mejor dicho– como series añejas de fido (Los Vengadores), sus películas favoritas (Midnight Cowboy) y la música con la que creció (hay una notable versión de Lollipop Train a The Porpoise Song de la etapa más desquiciada de los Monkees o su exclamación en Teenage Trifle, “Country & Western… ugggh!”.) Todo esto, claro, con un sonido bubblegum no apto para garruletes de fin de semana: órganos, guitarras vintage, teclados de juguete, xilófonos, panderetas, en un embrollo casi infantil con una voz muy twee que a veces canta y, las más, recita con la convicción del niño callado de la clase que tiene la oportunidad de su vida de patear el trasero del bully de turno.
Pero la mente maestra detrás de DBC es el productor Mike Alway, quien seguramente tiene su propia religión entre fanáticos del bubblegum y del twee, fundador en los 80 de, nada más, Cherry Red Records, Blanco y Negro y de El Records, todos sellos de culto entre los entendidos de la música feliz, pero sardónica. Su filosofía, reemplazar el dinero con imaginación. Esto es The Real Indie, ingenuos.
Las primeras demos de DBC aparecieron en una recopilación, Songs for the Jet Set, Vol. 3, de Siesta Records. Un éxito. El primer disco, homónimo, salió en 2001. Más que una colección de canciones, es una de viñetas de imaginación desbordada: aquí un pequeño poema, así que callad sus guitarras, chicos, dejad oir; acá un jazz instrumental que bien podría ser el soundtrack de una escena de Bedazzled. Hay sensacionales versiones como esa a Magpie, tema principal de una serie infantil de ITV o la completa re-hechura de My Friend Jack, ese clásico subterráneo de los geniales The Smoke; también está allí el homenaje a Cooke & Moore, L.S. Bumble Bee, un clásico de la comedia británica y If You Want To Sing Out, el himno que el Cat Stevens pre-Islam escribió para Harold and Maude (1971), esa gran película de culto de Hal Ashby.
Ahí está, también, el surrealismo a lo Dalí, el misterio de una película de agentes y el vértigo de una caper movie. Ahí están la Novicia Voladora y los poemas infantiles, la puerta abierta a la tierra del chocolate de Willy Wonka, pero también la tableta de ácido con figuras caleidoscópicas y una perversa mezcla de lo perturbador de los malos viajes de Lewis Carroll y la pop aesthetics de Alex y sus drugos.
El segundo LP, Zap The World, de 2002, es una secuela desinhibida e igual de dulce. La canción titular es una versión del tema de la villanita de la serie infantil H. R. Pufnstuf; los recitales de poesía absurda continúan, lo mismo que los homenajes a Lo Que Hace Que Todo Valga La Pena, como las bebidas de viernes por la noche (Bibi Gin, si no, nada), el cereal de la mañana de sábado (tiene que ser Cinnamon Grahams), los pedales Vox (¡hacen que tu guitarra suena como cítara!) Pura vida. Ahí está de nuevo John Steed con su bowling hat salvando el día, los patrones op art de Bridget Riley, la fascinación sixties por Todo Lo Hindú y, claro, canciones nostálgicas del Swinging London, incluida una versión de While I’m Still Young, de la cinta Smashing Time (1967) con Rita Tunshingham y Lynn Redgrave, un chick flick esencial. Ahí están los ecos de The Electric Prunes, del bossanova de lounge, del jazz sofisticado de fiesta de coctel, puro color. La cosa es francamente quite quite fantastic, más si se acompaña con un Martini, un frasco lleno de lunetas de chocolate, una buena alfombra, un buen equipo de sonido (hi-fi aficionados) y, de ser posible, buena compañía.
Hasta hoy, DBC sólo tiene esas dos placas. Son suficientes. Consíguete el plato de plástico, ponlo en la tornamesa y gíralo. A splendid time is guaranteed for all.
-Esteban Cisneros
*Texto publicado originalmente en El Heraldo de León, viernes 7 de mayo de 2010.
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